Cuando empecé con mi propio negocio, lo hice desde la mesa del comedor, rodeada de tazas de café, papeles y la constante tentación de poner una lavadora, ya que intentaba sacar adelante algo en lo que creía con toda mi alma. Pero había un problema que no supe identificar hasta que se hizo demasiado evidente: la soledad.
Por muy bonito que suene eso de «trabajar desde casa», lo cierto es que puede volverse monótono, aislante y, en mi caso, tremendamente improductivo. Fue entonces cuando descubrí el coworking, y no exagero si digo que cambió por completo el rumbo de mi negocio y, en muchos sentidos, también mi forma de vivir el trabajo.
Soledad que cambió para siempre.
Los primeros meses como emprendedora fueron una mezcla constante de ilusión y caos. Me dedicaba a la ilustración digital, vendía encargos personalizados y poco a poco empezaba a construir mi presencia online. Tenía todo el entusiasmo del mundo, pero ninguna estructura. Me costaba separar lo laboral de lo personal, y a menudo me encontraba trabajando a las diez de la noche sin haber parado en todo el día, pero sin sentir que hubiese avanzado gran cosa.
Entonces, me propuse buscar soluciones y me topé con un espacio de coworking a pocas calles de casa. Lo primero que pensé fue: “esto no es para mí, suena muy corporativo y yo solo soy una chica con una Tablet que dibuja”. Sin embargo, me animé a probar un día suelto y lo que encontré allí no tenía absolutamente nada que ver con lo que imaginaba.
La primera sensación que tuve al entrar fue que todo el mundo parecía estar haciendo algo con propósito. Algunos tecleaban como si estuvieran escribiendo la novela del año, otros hablaban por videollamadas con una seguridad que me fascinaba, y había quien estaba dibujando en su Tablet con una concentración que me inspiró al instante.
El ambiente era acogedor, pero profesional. Había rincones tranquilos, una cocina común donde los compañeros charlaban sobre proyectos, ideas o simplemente cómo les había ido el finde y lo mejor: ¡Podías incluso alquilar la sana para hacer reuniones! Ya había leído que era posible a través de Mitre Workspace, pero cuando lo vi en persona me pareció aun más fascinante.
No era una oficina fría ni un lugar ruidoso; era un espacio vivo, con ritmos distintos que se entrelazaban sin molestarse. Y eso, sinceramente, me atrapó desde el primer momento.
La rutina que necesitaba sin saberlo.
Uno de los mayores cambios que noté fue mi forma de organizarme. Empezar la jornada con una pequeña caminata hasta el espacio coworking me ayudó a separar mi vida personal del trabajo: Me preparaba, salía de casa y entraba en “modo profesional” al llegar al espacio; ese pequeño gesto ya marcó una diferencia inmensa.
Dejé de procrastinar porque no podía quedarme en pijama ni distraerme con la televisión o las tareas domésticas. Al estar rodeada de otras personas que también estaban concentradas en lo suyo, me contagiaba de esa energía productiva. Empecé a respetar mis horarios, a tomar descansos reales y, lo más importante: a ser más eficaz en mi trabajo sin tener que alargar mis días hasta la madrugada.
Sinceramente, al principio pensaba que ir a un coworking era simplemente tener un escritorio y buena conexión a internet, pero pronto descubrí que era mucho más. Cada día conocía a personas que venían de mundos completamente distintos al mío: desarrolladores, arquitectas, copywriters, diseñadoras gráficas, incluso profesionales que trabajaban para empresas de otros países desde allí.
Las conversaciones durante la pausa del café o las comidas compartidas en la terraza se convirtieron en pequeñas joyas de aprendizaje. Empecé a abrir mi mente, a ver nuevas formas de plantear mis servicios y a descubrir herramientas que ni sabía que existían. De hecho, en más de una ocasión una charla espontánea acabó en una colaboración que no tenía prevista ¡Así que imagínate!
El empujón que necesitaba para profesionalizarme.
Cuando trabajaba desde casa, todo era un poco improvisado: mi presentación como marca no estaba clara, mis presupuestos eran confusos y no tenía ni idea de cómo organizar bien mis ingresos. Pero al compartir espacio con otras personas que ya llevaban más tiempo emprendiendo, fui aprendiendo por observación. Veía cómo se relacionaban con sus clientes, cómo gestionaban sus tiempos, qué herramientas usaban, y poco a poco fui incorporando esos hábitos a mi propia rutina.
Además, empecé a usar mejor mis recursos: uno de mis compañeros me recomendó un programa de facturación que me salvó la vida, otra me animó a invertir en una web propia, y sin duda, fueron esas pequeñas mejoras las que hicieron una diferencia real en mi día a día. Me ayudaron a pasar de ser una artista que aceptaba encargos sueltos a una profesional con visión de negocio.
La visibilidad que no esperaba.
Algo que jamás imaginé fue que el coworking también me ayudaría a conseguir clientes a través del boca a boca. Cuando las personas ven tu trabajo, te preguntan, recomiendan o incluso te proponen proyectos ¡Todo fluye! De hecho, en mi caso, una compañera me pidió una ilustración personalizada como regalo de cumpleaños, y ese encargo acabó circulando por redes sociales, atrayendo otros nuevos encargos.
Además, algunos espacios organizan eventos, charlas o exposiciones. Participé en una muestra colectiva de ilustración que se montó allí mismo, y eso me dio un empujón de autoestima y visibilidad que no esperaba.
La verdad es que, salir del anonimato digital y mostrar lo que hago en un entorno físico me hizo valorar mucho más mi trabajo.
Redescubrir el placer de compartir.
Uno de los aprendizajes más bonitos fue volver a disfrutar del simple hecho de compartir. En casa, cada logro se quedaba encerrado entre cuatro paredes, pero en el coworking, aprendí a celebrar en voz alta. A veces era algo pequeñito, como conseguir un cliente nuevo o terminar un encargo complicado; otras, era lanzar una nueva colección o simplemente atreverme a subir algo que me daba inseguridad.
Allí nadie te juzga. Al contrario: te animan, te aconsejan, te escuchan. Esa sensación de estar acompañada, de pertenecer a un grupo sin competir, sin filtros ni máscaras, me ayudó a confiar más en mí. Incluso los días en que no hablaba con nadie, el simple hecho de estar rodeada de personas trabajando, en su mundo, concentradas en lo suyo… ya me hacía sentir menos sola.
Y algo curioso es que empecé a ser más generosa con mis propios conocimientos. Si alguien necesitaba un logo, una portada o una ilustración puntual, estaba ahí. Y eso, lejos de restarme tiempo, me nutría, ¡Porque dar también es crecer!
Aprender a ponerte límites y cuidarte.
Al estar fuera de casa, me fue más fácil marcar los límites entre trabajo y descanso.
Aprendí a salir a mi hora, a desconectar sin culpa y a valorar mis tiempos libres. También tuve que gestionar mejor mi energía: no todos los días son igual de productivos, y eso está bien. El entorno me ayudó a entender que no por estar ocho horas frente al ordenador eres más profesional.
Ese cambio me hizo más amable conmigo misma, así que empecé a cuidar más mi salud mental, a organizarme mejor y a no exigirme tanto. Es curioso cómo, al rodearte de otros, aprendes también a escucharte a ti misma ¿Verdad?
El valor de formar parte de algo.
Aunque cada persona en el coworking tiene su proyecto, hay una sensación de comunidad que se va construyendo poco a poco. No se trata de ser los mejores amigos, pero sí de tener un grupo de personas que te entienden, que saben lo que es emprender, que celebran tus logros y te apoyan cuando algo no sale como esperabas.
En momentos de duda o de bloqueo creativo, me bastaba una charla con alguien del espacio para volver a centrarme. Esa red informal fue, para mí, un salvavidas más de una vez. En un mundo donde muchas veces sentimos que tenemos que poder con todo solas, formar parte de una red tan real y cercana fue un regalo inesperado.
Y es que, a veces no es el lugar lo que cambia, sino cómo te sientes en él. Gracias al coworking, dejé de verme como alguien que “intenta vivir de lo suyo” y empecé a sentirme una profesional. Tener un sitio al que ir cada mañana, donde sabes que tu trabajo tiene valor, donde otras personas respetan lo que haces, y donde tú misma empiezas a creértelo… eso transforma profundamente.
Un antes y un después en mi carrera profesional.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de todo lo que ha mejorado en mi vida:
- Mi negocio es mucho más estable: es más real.
- Me siento parte de algo mayor que una marca personal.
- He ganado estructura, motivación, inspiración y amistades inesperadas.
Y por supuesto, no todo lo ha hecho el coworking, pero sin él, dudo que hubiera llegado hasta aquí con tanta seguridad y claridad sobre quién soy y lo que ofrezco.
Si alguna vez te has sentido perdida, desmotivada o encerrada en tu rutina, quizá lo que necesitas no sea cambiar de trabajo, sino cambiar de entorno. A mí, al menos, me devolvió las ganas, el orden y la conexión con lo que de verdad quiero construir, ¡Así que espero que te inspire!